Tiene
el Partido Popular un problema gravísimo e inaplazable que es el de la
corrupción. Se habla de dinero negro, de blanqueo de dinero, de
extorsiones a empresarios, de toda una completa trata delictiva
vinculada a destacados miembros del PP. Tenemos a los bárcenas, los
matas, los trillos, las barberás, los rus, los graus, los camps, los
granados…
Tenemos a decenas de dirigentes de su partido imputados y resulta
que, frente a esa diatriba contra lo que se pretende sea un partido
honrado y transparente, ningún dirigente del PP catalán, empezando por
su presidente en Barcelona, Alberto Villagrasa Gil, pidió nunca a la
dirección nacional que abriera expediente disciplinario contra uno sólo
de los más que supuestos corruptos. Ni siquiera hoy lo piden.
En cambio sí lo han pedido contra Óscar Bermán, un humilde y
honestísimo concejal en la localidad barcelonesa de Palafolls, que nunca
se ha aprovechado de las siglas PP para enriquecerse ni para medrar
económica o laboralmente, antes al contrario. De las virtudes humanas de
Bermán pueden dar fe mejor que yo sus vecinos de Palafolls. Católico
antes que político, como le gusta recordar, constituye el mejor ejemplo
de que cuando las creencias morales se acrisolan en la conciencia surge
el código moral del individuo mismo. Y el código moral de Bermán está a
años luz de la moral pública que defiende el tal Villagrasa Gil, cuyas
virtudes, si es que las tuvo alguna vez, prescribieron hace muchos años.
Villagrasa, débil con los corruptos de su partido y animoso con los
humildes, aunque honrados, ha emprendido una ‘caza de brujas’ contra
Bermán por unas afirmaciones sacadas de contexto contra la impresentable
alcaldesa de Barcelona. Antes de cualquier conclusión hay que conocer
la trayectoria de Bermán como martillo pilón de su partido por sus
incumplimientos en materias tan sensibles para una conciencia recta como
el aborto o las leyes punitivas contra el hombre. Para Villagrasa Gil,
las normas aplicables a los concejales puntillosos no son nunca
aplicables a los elefantes corruptos. ¿Extraña pues que el PP perdiera
cuatro millones de votos el 20-D con dirigentes provinciales tan
pútridos como él?
A parte de tratarse de una actitud ruín, rastrera y cobarde de
Alberto Villagrasa Gil, hemos de colegir también que en el PP sale
políticamente más rentable ser un corrupto, robar a manos llenas, que
albergar un espíritu crítico siendo un hombre honrado y con principios.
Cuando el pocho de una fregona es causa de escarnio y reproche
mientras que las advertencias de Rita Barberá o las cuentas opacas del
PP en bancos suizos apenas perturban ni inquietan el ánimo de Alberto
Villagrasa Gil, entonces es que la corrupción en el PP tiene menos
enmienda que las jodiendas de su tocayo.
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