martes, 2 de agosto de 2022

2 de Mayo glorioso para unos pocos.

 


El 2 de mayo de 1808 el pueblo de Madrid se alzó contra las tropas francesas cuando estas intentaban llevarse al resto de la familia real que permanecía en España. Una pequeña proporción de la totalidad de la ciudadanía, hombres y mujeres, armados pobremente, se enfrentaron al ejército más poderoso de la Tierra. Junto a ellos, absolutamente nadie.

Todas las instituciones sin excepción, las autoridades políticas al completo, el ejército, excepto una reducida y valerosa excepción, la aristocracia, la monarquía, la Iglesia… todos ellos no solo dejaron sola a esa minoría del pueblo que se había alzado en defensa de la dignidad, la libertad y la soberanía de la nación, sino que en días posteriores condenaron en los peores términos el alzamiento desde bandos y púlpitos encumbrando al mariscal y gran almirante Murat, responsable último de la criminal represalia contra los sublevados. De hecho, tanto autoridades civiles como militares y eclesiásticas (sí, también la Iglesia al completo) guardaron silencio, en el mejor de los casos, ante las atrocidades cometidas por las tropas napoleónicas. En el peor, las justificaron y hasta alabaron.

Un tiempo después, la mayoría de estas instituciones, así como buena parte del pueblo se incorporaron a la lucha por la independencia y la dignidad de la patria ante la que ellos mismos habían permanecido indiferentes o abierta y miserablemente hostiles.

El 2 de mayo de 1808, el pueblo, abandonado por todas las instituciones sin excepción, así como por la mayoría de sus compatriotas, descubrió que no eran el pueblo español, sino una minoría selecta y perseguida. La recompensa que obtuvo esta minoría con la que luego se identificaron las mayorías, las putrefactas minorías dominantes y la propia idea de nación, no fue la libertad y la prosperidad para ellos y el resto del pueblo, sino la dictadura y la pobreza.

Ahora, la nación se encuentra en los momentos finales de una nueva invasión exterior que concita el silencio, cuando no la colaboración de todas las instituciones sin excepción, así como de la mayoría del pueblo y que terminará desgajando nuestra tierra hasta dejarla en el esqueleto de lo que fué el reino de Castilla y León junto a esa parte de Aragón que, hablando catalás o castellano, sigue sintiéndose española.

Pero no nos engañemos. Aprendamos de una vez por todas la lección de ese 2 de Mayo glorioso para unos pocos. Miserablemente ruín para los muchos. Lo que queda de España es lo que siempre ha sido verdaderamente España: una minoria selecta, la única que ha derrotado al Islam y al comunismo, la misma que descubrió, conquistó y engrandeció al Nuevo Mundo. Todo lo demás, las instituciones, las mayorías, las insignias y operetas patrioteras, ni es ni fue nunca España, sino una pura ficción, una sombra chinesca basada en apropiarse de la figura grandiosa de esa minoría excepcional que no fue y es la columna sobre la que se sustenta España, sino la única y verdadera España.

 

No os dejéis engañar. No luchéis por quienes os desprecian, traicionan o abandonan. Luchad por vosotros, porque vosotros sois España. Una minoría de hombres y mujeres decididos siempre a luchar por la libertad, la prosperidad y la dignidad.

La misma tarde del 2 de Mayo de 1808, el Gran Mariscal Murat firmó una órden en la que decía: “Mal aconsejado el populacho de Madrid, se ha levantado y cometido asesinatos…” Pues bien, el verdadero populacho eran los monarcas, los aristócratas, los militares, las autoridades políticas y esa mayoría de compatriotas que se escondieron, callaron o, incluso, denunciaron a los alzados contra los invasores extranjeros. El mismo populacho que hoy, desde las Cortes, el BOE, los cuarteles, los medios de comunicación, las grandes empresas, los púlpitos… y casas vecinas, ensalza la invasión y destrucción de lo que, realmente, nunca fueron ellos. Por eso nunca podrán destruirlo. Porque lo que queda de España es lo que siempre fue:

Vosotros. Esa minoría excepcional que solo puede ser derrotada por sí misma.

 

Presidente Nacional de Nosotros

Partido de la Regeneración Social

Óscar Berman Boldú

jueves, 13 de enero de 2022

Defensores de la Libertad


La ley establece una frontera entre dos territorios: el de la libertad y el de la sumisión. Las leyes que trazan una línea dentro de la cual el fuerte no puede aplastar al débil defienden la libertad. Son leyes justas. La leyes que permiten que los fuertes aplasten a los débiles defienden la sumisión. Son injustas.

La libertad sin ley es la ley del más fuerte y, por tanto, de la sumisión. No hay libertad sin igualdad ante la ley. Y no hay igualdad si la ley impide el ejercicio de la libertad individual, la libre competencia sin coacción, robo o engaño.

Tenemos leyes para garantizar nuestra seguridad. Pero la seguridad solo legítima si aporta la mayor libertad posible en cada situación. Esa es la frontera: la máxima libertad posible para todos por igual o la desigualdad ante la ley. Porque esa desigualdad entra de lleno en el territorio de la sumisión.

Una enfermedad que en condiciones de absoluta normalidad, sin imponer ninguna restricción de derechos fundamentales ni imponer medidas sanitarias de ninguna clase, como es el caso de Suecia, causa una mortalidad, medida con pruebas de dudosa fiabilidad y validez como son los PCR, del del 0,147% después de casi dos años es lo que ha justificado todas esas medidas de suspensión de libertades y destrucción económica que, por ejemplo, en España ha causado una mortalidad de 0,177%.

Las leyes y órdenes limitadoras de la libertad, han causado en España un exceso de mortalidad. Las leyes, casi todas ellas declaradas ilegales por la Justicia (no lo olvidemos tan a la ligera), no han aportado más seguridad y, además, han restringido la libertad. Y eso es precisamente lo que la Ley de leyes, la Constitución Española, trata de impedir: que la seguridad no aporte la mayor libertad posible en cada situación.

La Guardia Civil es uno de los pilares de nuestra libertad. Y lo es, como todas las demás instituciones, en la medida en que sirva a leyes justas, aquellas que delimitan el territorio social de mayor libertad posible para todos por igual. Y ese pilar ha sido vulnerado por los mismos que juraron garantizar el imperio de la ley recogido en su piedra axiomática, la Constitución, en una orgñia de ilegalidades frenadas por los más altos tribunales de nuestra nación.

No sólo la conculcación del artículo 19 de la Constitución específicamente condenada por el Tribunal Constitucional, sino los repetidos intentos de establecer un régimen de apartheid sobre una parte de la población que se niega a seguir los dictados arbitrarios, injustos y sanitariamente temerarios de las mismas autoridades que se han visto una y otra vez deslegitimadas por la Justicia. Y eso, en cualquier nación regida por el estado de derecho, es de una gravedad extraordinaria. Máxime cuando arrastra en una cadena de obediencia a los mejores servidores de la ley y últimos garantes de la libertad de todos los ciudadanos por igual.

Pero si todos esos intentos de adentrarse en el territorio de la sumisión, es decir, de la pérdida de libertad sin mayor seguridad, quienes, a tenor de las sentencias judiciales, han mancillado su juramento de guardar y hacer guardar la Constitución, aún persisten en imponer mediante la coacción, el engaño y, en muchos casos, la fuerza, una medida que rebasa toda razón: las llamadas vacunas anticovid.

En las fases de mayor virulencia de la pandemia, en naciones sin absolutamente ninguna medida extraordinaria, como Suecia, y con tan solo garantizar las medidas de protección habituales cada año contra la gripe a los colectivos más vulnerables (ancianos, enfermos crónicos graves…) sobrevivió más del 99,8% de los mayores de 70 años. Una cifra inferior a la de pasadas pandemias como la gripe asiática de 1957 o la gripe de Hong kong de 1968. Y sobre estas cifras objetivas, incuestionables e cuestionadas por las mismas autoridades que las facilitan, se asienta la temeraria, injusta y, en muchos casos, cruel imposición sin ley que la ampare (la vacuna no es obligatoria) de una sustancia no aprobada como vacuna y que se encuentra en proceso de experimentación, de la que se desconocen sus potenciales daños a corto, medio y largo plazo.

La ley justa protege al débil ante la fuerza, el engaño y la coacción del más fuerte. La Guardia Civil es uno de los pilares fundamentales de la ley justa. Y a la Guardia civil se le está presionando ilegítimamente para que, convertidos en débiles sin amparo ante los fuertes, cedan a la coacción encubierta para vacunarse. Es decir, para inyectarse una sustancia experimental (se está experimentando directa y temerariamente en la población) no aprobada como vacuna (no es legalmente una vacuna) y no obligada por ley. Es decir, todo fuera de la ley, que es como los fuertes imponen su poder ilegítimo y, según han dicho ya los más altos tribunales, ilegal.

Dejen de arrastrar a la Guardia Civil al territorio de la sumisión, de la legalidad injusta, de la temeridad en la que la vida, primera y principal condición de libertad, se convierte en un suceso experimental.

Dejen a la Guardia Civil cumplir con su deber: Defender la ley justa. Proteger el Territorio de la Libertad.

Óscar Bermán Boldú